*Cuento corto
Saudade
Por Andrea López
Llovía.
Sentí como las gotas se hacían camino lentamente por los rizos de mi cabello
hasta bajar por la espalda, quise buscar en la mochila pero recordé que había
dejado el paraguas sobre la mesa del departamento, otra vez. Llevaba apenas
tres meses en la ciudad, aún no aprendía el idioma, y a veces olvidaba el camino
a casa, al igual que consultar el pronóstico del tiempo. Todo aquello me resultaba
surreal: miles de autos estancados en el tráfico, cientos de personas chocando violentamente
entre sí, pasándose por un lado sin mirarse, o saludarse, o detenerse por un
segundo a respirar. En medio de la histeria estaba yo, como era usual, foránea,
perdida, sin paraguas, caminando a la deriva por la capital. Giré a la
izquierda en la esquina, comencé a sentir el peso del agua acumulada en mi
abrigo, añoraba la tranquilidad del pueblo, el aire fresco, el césped, la
ausencia de caos, pero no quería volver a ese lugar, ni quería recordar por
qué.
Habían
pasado un par de horas cuando me percaté de que estaba caminando en sentido
contrario, tome el mapa y le consulté a un anciano la vía de regreso, me indicó
las paradas de tren en la zona y me dirigí hacia una que estaba a sólo dos
manzanas, miré a la brisa deshojar los cerezos -pronto acabará la primavera-
pensé. Era un día frío, pagué el ticket y subí al andén, solitario, sólo había dos
personas además de mí. Minutos después, un extraño me acogió bajo su paraguas,
no dijo palabra alguna, sólo calló y me miró de reojo, sonriéndome.
Permanecimos así hasta que llegó el tren, aun cuando no llovía, aun cuando el
sol había salido, luego subí con él. Al mirarlo a los ojos perdía la noción del
tiempo, quería decirle algo pero sabía que no hacía falta, hablábamos en
silencio, mirándonos. No recuerdo dónde bajamos, sólo recuerdo que me llevaba
de la mano, y su calidez me hacía sentir que volaba, caminando en el aire con
él, dejando atrás el pasado, la muerte de mamá, de papá, abandonar el hogar… Ya
no dolía, al menos no tanto. Sentí que éramos el uno para el otro, ahí mismo,
inexplicablemente, y había algo maravilloso en eso.
No
sabía a donde me llevaba, jamás había visto esa parte de la ciudad, de hecho,
no parecía la misma ciudad. Había árboles, cientos de árboles con hojas de
colores, verdes, naranjas, rojas, había flores, había monjes, había templos y
había un puente que unía dos pequeños islotes en medio de una laguna. Se detuvo
a un costado del parque, me observo por un largo instante, sonreía, me decía
cosas que no podía entender, aun cuando probablemente lo sabía. Nos recostamos
sobre el césped, las últimas nubes del
día surcaban el cielo, podía observarse la luna opuesta al sol poniente,
ansiosa, la brisa fría acariciaba mi piel, entonces cerré los ojos, me sentí libre.
Sus dedos tocaron uno de mis hombros, abrí los ojos, estaba en el vagón del
tren, ya vacío, y el chofer me pedía que bajara, pues era la última estación.
Desconcertada, hallé el paraguas frente a mí, lo tomé, y bajé del tren.
Llovía.
Reconocí una de las calles cercanas al lugar, camine por un par de horas hasta
llegar a casa. Era más de media noche, colgué la ropa mojada sobre el
tendedero, encendí la chimenea y me eché sobre la alfombra.
Desde
entonces llueve,
Y
camino a la deriva.
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